Durante toda la vida estamos condicionados a los pensamientos de aquellos que nos rodean.
Hay momentos en el que consciente o inconscientemente nos hemos visto avocados a la comparación. Pero no una comparación sana, sino despiadada. Aquella que tras haber pasado por nosotros nos hace sentir completamente despreciables. Esa que nos hace pensar que no tenemos virtudes en nuestro interior, pero que al contrario, si que estamos plagados de defectos. ¿Y de dónde vienen estas continuas comparaciones o el ponernos precio y valor a nosotros mismos?.
En este sentido, si quiero hacer una profunda crítica a la sociedad que nos rodea: Por favor, les ruego, enseñen a los adolescentes a ser personas válidas en la vida, enséñenle a ser solidarios y compañeros, pero no les inculquen una imagen de persona perfecta que sólo serían capaz de adquirir tras haber pasado diez veces por photoshop. Enseñen la valía del esfuerzo y del trabajo y no el ascenso por belleza o confraternización. ¿Sabéis que estáis logrando conseguir con esto? Una sociedad de ignorantes en la que las niñas empiezan a pintarse a los 7 años y mueren a los 15 por anorexia o bulimia y en la que los niños están deseando cumplir los 16 años reglamentarios para poder entrar en un gimnasio y tonificarse hasta el punto que le de igual tener que drogarse para su fin. Díganme si esto no es triste.
Así, para todas aquellas personas que se dediquen a autoevaluarse y aceptar las comparaciones y cánones que nos impone la sociedad, os dejo este pequeño cuento, extraído de un libro realizado por el psicoanalista Jorge Bucay y que se titula Déjame que te cuente los cuentos que me enseñaron a vivir.
Recordad que nadie tiene derecho a poneros precio, que cada uno de vosotros sois personas únicas y valiosas y que sólo la persona adecuada valorará lo realmente hermoso que hay en vosotros.
Existe una vieja historia de un joven que acudió a un sabio en busca de ayuda...
- Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo ganas de hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?
El maestro, sin mirarlo, le dijo: <<Cuánto lo siento, muchacho. No puedo ayudarte, ya que debo resolver primero mi propio problema. Quizá después...>>. Y, haciendo una pausa, agregó: <<Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después quizá te pueda ayudar>>.
-E...encantado, maestro -titubeó el joven, sintiendo que de nuevo era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
-Bien -continuó el maestro. se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda y, dándoselo al muchacho, añadió- Toma el caballo que está ahí fuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque debo pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, y no aceptes menos de una moneda de oro. Vete y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó al mercado, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes, que lo miraban con algo de interés hasta que el joven decía lo que pedía por él.
Cuando el muchacho mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le giraban la cara y tan sólo un anciano fue lo suficientemente amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era demasiado valiosa como para entregarla a cambio de un anillo. Con afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un recipiente de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta.
Después de ofrecer la joya a todas las personas que se cruzaban con él en el mercado, que fueron más de cien, y abatido por su fracaso, montó a su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener una moneda de oro para entregársela al maestro y liberarlo de su preocupación, para poder recibir al fin su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
-Maestro -dijo- lo siento. No es posible conseguir lo que me pides. Quizás hubiera podido conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie con respecto al verdadero valor de este anillo.
-Eso que has dicho es muy importante, joven amigo -contestó sonriente el maestro-. Debemos conocer primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar tu caballo y ve a ver al joyero. ¿Quién mejor que él puede saberlo? Dile que desearías vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca: no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo con la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo al chico:
-Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya mismo, no puedo darle más de cincuenta y ocho monedas de oro por su anillo.
-¿Cincuenta y ocho monedas?- exclamó el joven.
-Sí -replicó el joyero-. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de setenta monedas, pero si la venta es urgente...
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
-Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo- . Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal sólo puede evaluarte un verdadero experto. ¿Por qué vas por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y, diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo meñique de su mano izquierda.
Déjame que te cuente los cuentos que me enseñaron a vivir. Jorge Bucay.